Es difícil precisar la fecha en la que empezó todo, pero vamos a situarla en septiembre de 2012. Con Txetxu, ganadero vasco ahora ya jubilado, salíamos temprano a visitar la finca de Txato e Iñigo Larizgoitia, dos hermanos que en Zeberio habían transformado un monocultivo con un único cliente, Mercabilbao, en una agricultura diversificada que les permitía llenar la cesta semanal de más de un centenar de familias de los pueblos cercanos, sin intermediarios. Alguien nos llamó (por entonces no había WhatsApp): “Comprad el periódico de hoy, veréis qué sorpresa”. En la portada de El País, aparecía este titular: “Si come ecológico, no crea que es más sano”.
Desde entonces se han sucedido informaciones contradictorias en los medios de comunicación respecto a los alimentos ecológicos. ¿Son más saludables, más justos? ¿Evitan el cambio climático?
Para intentar arrojar luz sobre esto, conviene pensar de forma sistémica y no fijarnos únicamente en el producto final, sino en su sistema de producción. “La producción agroecológica propone el diseño y manejo sostenibles de los agroecosistemas con criterios ecológicos a través de formas de acción social colectiva y contribuye a dar respuesta a la actual crisis ecológica y social en las zonas rurales y urbanas. La agroecología es, entonces, una disciplina científica, un conjunto de técnicas, pero también un movimiento social”, explica Mª Dolores Raigón, presidenta de la Sociedad Española de Agricultura Ecológica (SEAE).
Esto, como vemos, va más allá del sello ecológico, que se enfoca en el cumplimiento de una legislación que prohíbe el uso de insumos de síntesis química. Como mínimo añade dos ingredientes más: el consumo de proximidad y el de temporada.
CUIDAR LA TIERRA ALIMENTA MEJOR
María Dolores Raigón es profesora de Ingeniería Agrónoma en la Universidad Politécnica de Valencia y lleva 18 años investigando las diferencias entre los alimentos convencionales y los agroecológicos. Cuenta que para sacar conclusiones contrastadas hay que hacer las comparaciones en condiciones similares (suelo, clima, variedades, razas…) y en este sentido, son muchos los estudios que demuestran la mayor concentración de nutrientes en los alimentos obtenidos bajo técnicas de producción agroecológicas, tanto vegetales como animales.
“Todos los resultados apuntan a que los alimentos de producción convencional están perdiendo valor nutricional, mientras que los ecológicos tienen más proteínas, contenido vitamínico y mineral, mayor nivel de sustancias antioxidantes y un alto valor organoléptico”, explica Raigón. Por ejemplo, los productos cítricos ecológicos presentan entre un 10% y un 20% más de vitamina C que los convencionales. En las zanahorias, la diferencia en cuanto al nivel de potasio es de un 35% además de otros datos como la presencia de minerales y hierro. Y así en muchos otros alimentos estudiados.
El gran auge experimentado por los alimentos ecológicos en los últimos años ha despertado una ola de ataques lanzados desde la industria alimentaria y propagados por los grandes medios de comunicación.
Pero… ¿por qué los alimentos convencionales han perdido su valor nutricional? Raigón explica que son cuatro los factores fundamentales: la pérdida de fertilidad de los suelos y su empobrecimiento, la sustitución de variedades tradicionales por variedades híbridas o comerciales —mejoradas para tener más rendimiento en contra de otros parámetros como el valor nutricional—, la pérdida de vitalidad debido a las grandes distancias que suelen recorrer los alimentos y, por último, las recolecciones prematuras o maduraciones en cámara. “Si un tomate se recolecta prematuramente, no llega a alcanzar todo su valor nutritivo, ni de vitaminas ni de minerales. Cuando cogemos un tomate ecológico bien cultivado huele, sabe… tiene todas las características que un tomate debe tener”.
La ciencia viene a confirmar algo que puede adivinarse fácilmente desde el sentido común. Como dice Bertolt Bretch, “qué tiempos serán los que vivimos, que hay que defender lo obvio”.
Un sistema de producción que cuida la fertilidad natural de la tierra, respeta los ciclos naturales y se basa en la prevención de plagas y enfermedades, entre otras prácticas, parece evidente que vaya a permitir que la vida se reproduzca en mejores condiciones cualitativas.
Y si necesitamos un calificativo para esta forma de producción, que es la que históricamente ha existido, es porque nuestro imaginario sobre la producción agraria se sitúa en un lugar bien diferente: la agricultura industrial. Consideramos “normal” la producción intensiva, altamente dependiente del petróleo, de subvenciones, tecnologías e insumos químicos.
Entonces, parece irrefutable que las naranjas, tomates o calabazas que hemos dejado crecer y madurar a su ritmo natural, sin doping, son más nutritivas, pero además, como dice Marta Rivera, de la Cátedra de Agroecología de Vic, “también están libres de los efectos perjudiciales de unos productos que, eufemísticamente, llamamos fitosanitarios pero cuya verdadera vocación es el control de plagas; por eso, mejor llamarlos por su nombre, agrotóxicos”.
Consideramos “normal” la producción intensiva, altamente dependiente del petróleo, de subvenciones, tecnologías e insumos químicos.
Raigón pone el ejemplo del glifosato, uno de los herbicidas más vendidos del mundo: “Una amenaza ampliamente documentada para la salud, el medio ambiente y la biodiversidad”, explica la científica. “Se acumula en el suelo, en el agua y en el tejido graso de nuestro organismo, de ahí su capacidad disruptora del sistema endocrino como señalan muchos estudios”, añade. En 2015, la Agencia Internacional de Investigación sobre el Cáncer de la OMS estableció que “el glifosato daña el ADN, provoca cáncer en animales y es probablamente cancerígeno para humanos”.
La polémica sanitaria asociada a la carne está relacionada con los sistemas de producción ganadera convencional y su grado de intensificación. El sistema sanitario de la ganadería intensiva se basa en el uso sistemático de antibióticos, antiparasitarios o insecticidas, que generan una gran cantidad de residuos permanentes acumulados en las carnes y leches. “Las investigaciones médicas afirman que más del 90% de los tóxicos que acumulamos proceden de las grasas de origen animal que consumimos. En cambio, la ganadería ecológica basa su sistema de salud y bienestar en programas holísticos de control y medicina preventiva —una combinación del manejo alimentario y prácticas zootécnicas— que garantizan la no existencia de residuos químicos en todo el ciclo de cría”, afirma Carmelo García, del Cuerpo Nacional Veterinario de Toledo.
SER UN TOMATE ECOLÓGICO
Las estadísticas, a pesar de las campañas de desprestigio, muestran cómo el consumo ecológico sigue aumentando, tanto a nivel global como estatal. Sin embargo, esta alimentación carga con un estigma que hace que su crecimiento no sea tan rápido como podría esperarse: su precio. “El precio no lo pone el consumidor ni el productor, excepto en los grupos de consumo en los que se llega a un precio justo. La cuestión no es que los alimentos ecológicos sean caros, es que los convencionales son excesiva y artificialmente baratos”, señala Raigón. Y es que la agricultura industrial, al igual que ocurre en otros productos de consumo, consigue precios bajos a costa de economías de escala, explotación laboral, subvenciones públicas y contaminación del medio ambiente.
En la FAO se llegó a esta misma conclusión después de recopilar muchos valores relacionados con el precio de los alimentos ecológicos. Por cada euro que se paga por un alimento convencional, tiene que pagarse otro para subsanar el coste de los problemas medio ambientales y otro más para afrontar los gastos de salud. El producto convencional resulta entonces más caro debido a los costes ocultos. “La alimentación y la medicina son negocios. Si no rompemos las barreras económicas y ponemos en valor lo social, no cambiaremos la dinámica”, afirma Raigón.
En el sistema de mercado actual, con el beneficio económico como principal prioridad, el nicho de mercado que suponen estos productos no ha pasado desapercibido. Las multinacionales de la alimentación industrial y procesada ya tienen sus líneas certificadas como ecológicas.
A la persona consumidora mínimamente crítica le será fácil concluir que lo que buscan estas grandes marcas no es la justicia social ni cuidar el medio ambiente.
A la persona consumidora mínimamente crítica le será fácil concluir que lo que buscan estas grandes marcas no es la justicia social ni cuidar el medio ambiente, sino atraer el bolsillo de la sociedad concienciada y, de regalo, pintar su imagen de verde. La valoración del impacto de lo que consumimos reside en la capacidad crítica que tenemos como consumidoras, si pensamos en lo individual o también en lo colectivo. ¿Nos importa solo su efecto en nuestra salud o también en la sociedad? “Ser consecuente implica nuevos hábitos como la temporada de cada producto, aumentar el consumo de alimentos frescos o localizar establecimientos donde comprar alimentos de proximidad”, explica Marta Rivera.
La ciencia y los conocimientos tradicionales nos proporcionan múltiples evidencias sobre los beneficios de los alimentos agroecológicos, sin embargo, en los medios de comunicación corporativos seguirán repitiéndose los mensajes que generan dudas al respecto. ¿Por qué? ¿Quién perdería si esta alimentación se generalizara? Txetxu, aquel día, ya supo adivinarlo. Al ver aquel titular, con la seguridad que da conocer los secretos íntimos de la tierra y con una media sonrisa que apenas dibujó, sentenció: “La industria alimentaria tiene miedo al sentido común”.